La Beat Generation y el Hotel Muniria de Tanger : Crónica de Viajes «Marruecos»

Hotel Muniria

Fue a los 12 años, en una de las tantas tardes de experimentos que ocurrían en mi pieza, en la casa de mis padres, un lugar de juego y reunión de amigos que ya funcionaba sin saberlo ni nombrarlo como atelier, laboratorio, estudio o campo de guerra para los «pichichus», esos muñecos de tela rellenos de semillas que volaban maravillosamente y se reventaban contra las paredes o la cara de alguno de los soldados del otro bando.

Estaba ese día junto a Pablo, cómplice de la infancia y confidente en la juventud, pero esta vez, en problemas, con los hombros levantados y el brazo derecho en guardia esperando el reto de mi viejo o un golpe que merecíamos pero nunca llegaba, luego de haber arruinado para siempre los bafles del equipo Hi Fi de sonido familiar al enchufarlos directos a la tensión de la pared y reventarlos con hermosos 220 volts al compas de una tremenda explosión.

En mi mano derecha sostenía un micrófono conectado al grabador de cinta Philips que colgaba del hombro, parado, apuntando a los parlantes del equipo y del otro lado Pablo sosteniendo en el aire la púa de un disco de Atahualpa Yupanqui, en un preciso lugar del vinilo, allí habíamos ubicado una parte que queríamos grabar y que luego usaríamos en una más de nuestras inviables canciones. Estábamos robando al viejo su sonido.

Claro que el diablo siempre aparece y por algún ingeniero sin sentido de esa época o la mano de mi padre, la salida del parlante se conectaba al equipo de audio con un enchufe normal! el mismo que usaban para enchufar la plancha o la luz a la pared!, total que eran dos cables…como podría un chico de 12 años diferenciar un agujero en la pared de otro en un equipo de audio!

Después de esa tremenda detonación que atrajo a vecinos y dejó congelado al gato en un posición de «V» invertida imposible de olvidar, aún con el micrófono en mi mano y la boca abierta, dos nenes aturdidos y asustados, pero masticando una sonrisa, fascinados al presenciar en carne propia el poder del sonido mismo, de la materia prima de la música, con esa espléndida vibración que nos retumbaba en el pecho luego de la explosión y que aun hoy sigue reverberando como escalofríos por la columna cada vez que suena alguna frecuencia en particular.

A consecuencia de ese instante, cayó a mis pies, a la alfombra verde de la habitación, una vieja revista “Pelo” abierta en un artículo que tenía una foto de William Burroughs en los 50, tomada aquí mismo, en el hotel Muniria de Tanger, donde para entonces ya había escrito “Naked Lunch”, y lo había hecho encerrado en la habitación 9 del hospedaje, atraído por los relatos e historias de Paul Bowles sobre esta ciudad particularmente viva con una vibración única, a la que acabo de arribar, 30 años después de esa explosión y ese llamado, donde hoy viernes, ya pasada la medianoche, las múltiples peluquerías masculinas están repletas y parecen funcionar como clubes de reunión, con la música bien alta, riendo entre amigos y flamantes peinados, intercaladas por interminables cafes que se suceden uno tras otro, que se reparten una de las dos principales actividades de la ciudad: pararse a tomar un té de menta y ver pasar gente o ser uno de los que pasan.

Aquí en Tanger las cosas quedan lejos y cerca a la vez, caminar horas o 10 minutos te llevan al mismo lugar. Hace calor y frío, lo viejo y lo nuevo están unidos, como el pasado al presente, vueltos uno. Los precios de las cosas son una excusa para charlar de algo y las calles sin semáforo requieren coraje, fe y una decisión extra para atravesarlas y llegar al bar enfrente.

La ciudad desde entonces parece haberse expandido en diferentes dimensiones, como un gran big bang, tomando como centro particular este hotel único, incluso el tiempo y las historias que de aquí surgieron, incluyéndome, como un globo que se dilata deseando el infinito.

Mi habitación, de rotundos 13 m2, contempla una ducha y el bidet donde estoy sentado ahora escribiendo esto, sin rastro de inodoro alguno, que me espera en el pasillo, afuera, en otro piso. Los azulejos simulados en vinilo o contact fueron pegados en perfecto asincronismo, ninguna linea coincide con otra, proeza imposible de lograr sin un exigente desgano por el orden.

Moroco lleva una guerra personal contra las cortinas de baño que fueron ya extirpadas de todos los hoteles, salvo en el Muniria, aquí se baña contigo, te abraza y no siente el rechazo, sigue buscando con molesto esmero el recuerdo de otro cuerpo en otro momento.

Por supuesto, el centro del universo no responde a orden o ley alguna, todo lo que de aquí surge puede ser lo que desee y cambiar de estado o forma a placer o necesidad, del catálogo de personajes que caminaron estos pasillos cada uno a mutado más de una vez, de profesión, sexo, apariencia o figura.

Tampoco la gravedad regula a nadie ni a nada, las cosas caen en ángulos inesperados, donde sea que apoyes algo, termina en otro lugar, desodorantes o cepillos de dientes, peines y toallas, ninguno acepta su sitio en el mundo, todos quieren cambiarse a otro.

Abrir la ventana para ver el mar requiere correr un pesado armario que esconde la hermosa vista del puerto y el único diminuto espejo de la habitación oculta detrás un importante hueco, un agujero extra para contener tantos excesos de personalidad que han caído hipnotizados al intentar afeitar el desorden de ideas.

En la calle, los autos cambian de posición cada tanto, pero son los mismos, el que estaba detrás, ahora está delante, sus falsos conductores miran a mi ventana, esperando una señal que no llega desde hace años, agentes olvidados de operaciones inconclusas en la interzona, disfrazados de trapitos cuida coches.

Todo queda en evidencia al contar las 7 antenas satelitales en la terraza pero ningún aparato de tv en las habitaciones, es así que los mensajes se reciben pero no se transmiten, todo el hotel escucha pero no dice nada, ha crecido atragantado por el conocimiento.

Escucho ruidos de día y de noche , pasos, toses, risas, pero no veo otros pasajeros o turistas, el baño es compartido, falta papel, pero nadie ha entrado o salido en días, salvo yo.

Son las 4 am y dos pisos abajo, en el bar “Tangerinn” siguen las mismas 7 personas que horas antes conocí sentado en la barra, con la música suficientemente fuerte para obligarme a duchar otra vez. Ni hoy ni ayer ni mañana dormiré, el calor, la música, mi exitación exagerada por haber llegado aquí, al centro de todo me mantiene alerta, con la sensación que algo esta por pasar o ya pasó y no me enteré.

Al día siguiente, cambiar de habitación un piso arriba solo logra con éxito mover la mancha de humedad del techo al piso, el ruido, la pesadez y el calor me siguen de cerca, no hay aire acondicionado, solo un ventilador mareado que se cansa y descansa cada tantos minutos. Gira él o giro yo? sigo acostado en el piso con chocolate en las uñas y en la larga pipa de metal labrado.

Como era de esperar, la habitación 9 ya no existe, pregunto al conserje por ella pero esquiva la mirada simulando no entender el idioma, interrogo a la mucama que cuchichea con su compañera y rien entre ellas mientras me devuelven una sonrisa sin respuesta.

Es evidente que no soy el primero en buscarla, seguramente reservada para ciertos agentes especiales, imagino que Pablo, Paul y Will envían desde allí estos mensajes fragmentados que intento comprender, susurrados en el lenguaje del azar… restos de frases sueltas que en el bus me parece escuchar, emitidas por personas sin conexión alguna pero que juntas cobran significado, palabras repartidas en publicidades de calles que parecen contestar murmullos de mi vecino de asiento , pedazos de oraciones que unidos con habilidad y dedicación permite decodificar el sentido final que pronto es obligado a disolverse en el olvido para resguardar la incertidumbre en la entropía del misterio.

Es fácil entender que esa explosión primaria en mi historia personal logró conectar puntos del espacio tiempo y crear una medina de pasadizos, repletas de significados , de técnicas y personajes, cut-ups y samplings de sentidos incongruentes, calles interdimensionales por donde transitar. Un laberinto de puertas y pasajes infinitos, un juego para perderse continuamente, caminar en círculos y cada tanto encontrar, mareado, el escape del collage, pero, una vez afuera del laberinto, solo quiero regresar.

Infectado por el mismo virus que ellos, me volví adicto al espejismo y al desierto, la idea que es hacia allá a donde ir, para allá, no para acá, para allá, un tipo de música, una forma de pensar, una silueta de la belleza, seguir un ruta que no tiene como meta conducir hacia un destino, solo viajar, intensidad sin necesitar de un objetivo. Perdido girando en la maraña aprendi que desear y necesitar se confunde, que las llaves viejas no abren puertas nuevas y que cada discapacidad trae aparejado un super poder, el único truco posible para pasar de presa a cazador.

Ahora, recostado en el piso, solo en la habitación, pedazos de pintura desligados del techo flotan como pétalos a mi pecho, esquivando las aletas del ventilador. Ya no hacía falta perseguir nada, pues todo estaba aquí, el punto de unión de las dos serpientes, la cola de una y la cabeza de la otra, la causa y el efecto, el deseo reemplazado por un propósito glorioso, primero ganar y recién luego ir a la guerra, este lugar es el final de algo y por ende, el comienzo de todo lo demás. Ese momento en mi pasado estaba sucediendo ahora en este presente y en el de Paul y en el de William, a la vez, lo que sucede en el ahora reescribe ese pasado y el futuro.

En medio del rumiar, un cienpies apareció de la nada, paseando en zig zag desde mi pierna al ombligo, dando giros alrededor, revolviendo o escuchando, no lo estaba soñando, era una clara señal de algo, un mensaje místico o divino, una alerta de peligro o una pausa del tiempo, pero, como un perro tratando de descifrar una computadora con el olfato.. no logré captar el significado.

En las paredes del Hotel en la rue Magellan me acompañan colgados en los pasillos y en el hall de entrada las almas que tantas veces había visto y leído, Jack Kerouac con anteojos negros y el cigarrillo colgando de su boca, Allen Ginsberg y su mirada picarona, Brion Gysin, William Burroughs y su sombrero, Paul Bowles con su típica corbata a rayas y el traje beige, en algunas con Jane Bowles, detras, oculta, la favorita de Pablo.

Como siempre, acertar en algo implica errar en todo lo demás, sé que mañana me tocará mudarme a mí también, tal vez por eso ríe el conserje, por mi absurda necesidad de encontrar respuestas y lugares que ya no están, siendo que mañana no estaré ni aquí ni allá, y esta canción que estoy silvando también se irá, pero hoy estoy y estoy acá y me quedo, me quedo un rato más, entrando y saliendo de la habitación 8, otro agente olvidado que ya no duerme más.

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